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Colombia

Más allá de la tecnología, siguen existiendo asimetrías entre comunidades y empresas.

Viernes 24 de Mayo de 2013.- Con frecuencia, la gran minería se presenta como un símbolo de la modernidad. Son muchos los códigos y las palabras claves que se movilizan, a veces inconscientemente, para ir creando esta imagen de la minería. (Lea también: Proponen 'receta' para mejorar el sector minero)

No cabe duda de que la minería a gran escala se basa en la aplicación de tecnologías impresionantes. La minería a gran escala constituye un verdadero triunfo de la dominación de la naturaleza por parte de (ciertos) seres humanos.

Pero ¿qué tan moderno es todo esto? ¿Una sociedad se define como moderna por las tecnologías y los modelos de negocios que sus empresas utilizan? Pero más que esto, persiste mucho de lo viejo en esta forma de extracción de recursos naturales. Siguen existiendo las enormes asimetrías de poder que han caracterizado las relaciones entre grupos étnicos, entre élites y campesinos, entre empresas internacionales y autoridades locales. Persiste una vieja dinámica en la cual “el centro” sabe lo mejor para las periferias; en cierto sentido, persiste la relación de tutelaje entre élites sabias y sujetos primitivos, quienes realmente no entienden y son desinformados por partes interesadas. Y finalmente persiste esta dominación de la naturaleza que tanto ha caracterizado los últimos dos siglos y cuyo balance no es tan positivo.

El nuevo avance de la gran minería en América Latina ha generado un profundo debate en la sociedad –hasta con violencia– porque ha chocado con otros procesos que constituyen otras nociones de la modernidad. Primero, con el proceso de profundización de derechos. Falta mucho camino por recorrer, pero es evidente que muchos más latinoamericanos reconocen que son sujetos de derechos que hace unas décadas. Y se sienten sujetos activos hasta en los lugares alejados de los centros de poder, fruto de años de trabajo de hormiga de funcionarios, actores de la sociedad civil, la Iglesia y otros –fruto también de las cada vez más ubicuas experiencias de la migración–. En segundo lugar está el proceso de educación rural formal, no-formal y (ahora) digitalmente autodictado. Este proceso ha ido creando ciudadanos con nuevas destrezas y conscientes de ser portadores de derechos. En tercer lugar, el proceso de toma de conciencia de pueblos indígenas y afrodescendientes de la legitimidad y el poder de sus identidades –y de que estas identidades los hacen no solo sujetos de derechos sino también de proyectos culturales de gran arraigo histórico, que implican responsabilidades éticas con generaciones pasadas y con generaciones futuras. El cuarto ha sido la territorialización de estas identidades –la noción de que tienen raíces (a veces precoloniales, a veces poscoloniales) en ciertos espacios geográficos–. De allí nace el proceso de (re)construcción de territorios que ha caracterizado a muchos países de la región.

Y quinto, tenemos la cada vez más importante toma de conciencia ambiental – el reconocimiento de que los recursos naturales son vulnerables y que no pueden aguantar indefinidamente cualquier presión humana–. Este se difunde por la experiencia (¿cuántas veces usted ha escuchado a un agricultor diciendo “el clima ya no es como antes”?) y por la cada vez mayor disponibilidad de información de que algo grave está pasando con el mundo que todos habitamos. Dadas las condiciones de cambio climático, el Ministerio de Ambiente de El Salvador percibe tanta vulnerabilidad ambiental en el país que ha enviado a la Asamblea Legislativa una propuesta de ley para la suspensión indefinida de la minería.

Todos estos son procesos de la modernidad también: la profundización y la internalización psicológica de derechos y de ciudadanía; el reconocimiento de diversas identidades y de la posibilidad de ser moderno en diversas maneras; y el reconocimiento de que vivimos con riesgos, que la tecnología ha producido mucha más dominación que entendimiento y sabiduría.

Los debates sobre la minería se vuelven tan feroces, quizás, porque contraponen estos imaginarios sobre cómo ser moderno. Contraponen una visión de certeza (“con esta tecnología podemos”) con una de incertidumbre (“¿por qué deberíamos confiar, dada la experiencia hasta hoy?”). Contraponen maneras (modernas) de ocupar el espacio y de justificar esta forma de ocupación.

El debate sobre la gran minería pone en tela de juicio el tipo de modernidad que la sociedad quiere. ¿Una modernidad que construye desde los derechos, la diversidad y una democracia profundizada, u otra modernidad que construye desde las asimetrías de poder y las capacidades tecnológicas también asimétricas? Una modernidad autoritaria, que centraliza, o una modernidad incluyente que descentraliza. Tal vez habrá un rol para la gran minería en cualquiera de estas opciones. Lo que sería diferente es cómo se define este rol, quiénes participan en esta definición, los criterios que se usan y cuán rápido sea el proceso. La gran minería presenta un gran desafío para la gobernanza de los recursos naturales. ¿Sobre qué dimensiones de la modernidad y qué valores se construirán las instituciones a través de las cuales las sociedades latinoamericanas regularán la extracción de minerales?

Eltiempo.com

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