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Bolivia

Los problemas de la minería comprometen no sólo el presente sino el futuro nacional, por lo que corresponde que el Gobierno se ponga a la altura del desafío

20 de Junio de 2012.- Dos grandes conflictos, los que están produciéndose en Colquiri y Mallku Khota, además de muchos otros que se mantienen latentes, que ya pasaron por su peor etapa aunque manteniendo su potencial explosivo, o que por su relativamente menor magnitud no han merecido la atención pública, han vuelto a recordar que la minería, tal como viene ocurriendo desde hace más de 500 años, es para nuestro país simultáneamente fuente de inagotables riquezas pero también de indeseables desgracias. 

Esta vez, en esta nueva era de la minería nacional, son tres los protagonistas del conflicto y uno el gran ausente. Mineros cooperativistas, grandes y muy modernas empresas transnacionales, y comunidades campesinas que viven en las ricas zonas y sus alrededores, son las grandes fuerzas que luchan por hacer prevalecer sus intereses. Y entre ellos, o arrinconado por ellos, el Gobierno nacional que no atina, como viene ocurriendo desde hace más de seis años, a tomar una decisión. 

El creciente poder de los mineros cooperativistas es sin duda el principal factor del conflicto. Es que ese sector, tras haber nacido a raíz del colapso de la minería estatal de los años 80 para explotar las “colas” y desmontes, es decir los desechos de la minería tradicional, hoy constituye, como hemos señalado, una especie de “superestado” cuya capacidad de presión sobre las fuerzas gubernamentales es sólo comparable a la que tienen los productores de coca. Son unas 100 mil personas que trabajan en cerca de 1.000 cooperativas mineras que, aunque no desarrollan trabajos de prospección y exploración, y tampoco hacen los estudios ni las inversiones necesarias, tienen bajo su control una porción muy importante de la minería nacional. Pero, sobre todo, con sus cachorros de dinamita, tienen el poder suficiente para hacer tambalear al sistema político de nuestro país. 

Las grandes empresas transnacionales, que desde hace seis años exigen al Gobierno las condiciones mínimas para traer al país las inversiones y tecnología indispensables para proyectar a la minería nacional a los niveles de eficiencia y competitividad indispensables en el mundo actual, son la segunda fuente de presión. Saben que Bolivia no puede prescindir de ellas y, a diferencia de lo que ocurría hasta hace algunos años, ellas sí pueden prescindir de nuestro país, pues en la región no faltan buenos negocios. 

Las comunidades residentes en las zonas cuyo subsuelo alberga las riquezas son el tercer protagonista de los conflictos y su fuerza no hace más que crecer al influjo de la creciente atención que merecen y reciben los impactos ambientales de los que son las primeras y principales víctimas. Dar la espalda a sus demandas es algo que, como se ve en otros países de nuestra región, ni éste ni ningún otro gobierno puede hacer. 

Mientras tanto, no sin afrontar dificultades semejantes, pero en mejores condiciones para hacerlo, Perú y Chile, nuestros principales competidores en el rubro, consolidan sus respectivas bases mineras relegando a Bolivia a ocupar un lugar cada vez más marginal. 

Se trata, como es evidente, de un problema cuya magnitud y trascendencia compromete no sólo el presente sino el futuro nacional. Lo que corresponde, pues, es que el Gobierno se ponga a la altura del desafío.

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