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Chile

A un año del rescate de los mineros de Atacama, uno de los corresponsales extranjeros que vivió la noticia en terreno comparte su experiencia y reflexiona sobre un hecho que impactó al mundo. Una historia que, a su juicio, sacó a la luz lo mejor del

29 de Julio de 2011.- El Campamento Esperanza era el Chile que por tanto tiempo imaginé. Aunque nací y me crié en Boston, fui alimentado a diario con la dieta de un lejano y atractivo país llamado Chile. Mi Chile fue destilado de las páginas del periódico local The Boston Globe, que en esos días (mediados de los 80) describía a los chilenos como una noble raza de luchadores, que se rebelaba contra un perverso dictador con masivas ­y en gran parte pacíficas­ protestas callejeras. Era una idea tan romántica y superficial como fácil de tragar. Yo era un adolescente y la sola imagen de un benévolo ejército de ciudadanos unidos era tan hermosa, que comencé a visitar Chile en los 80.

Después me enamoré de este país con forma de espagueti y lo convertí en mi hogar y en la tierra donde decidí criar a mis seis hijas. Los reporteros viajan todo el tiempo. Podemos vivir en cualquier sitio, con excepción de aquellos lugares que nos expulsan, si somos demasiado honestos o muy perspicaces para la política local. Pero Chile me pareció lo mejor de lo mejor.

Por años viví dentro de una burbuja y en la ficción de una experiencia de exilio chileno. Bebí vino en caja mientras oía a revolucionarios desgreñados cantar a gritos historias legendarias con sus guitarras gastadas. Como reportero siempre escuché a ambas partes y también oí a una inteligente juventud poniendo alabanza tras alabanza en el pecho del entonces comandante en jefe del Ejército chileno, el general Pinochet.

Pequeños grupos de guerrilleros (Lautaro) asolaban los supermercados y trabajaban para liberar al pueblo. Ejércitos aún más invisibles de ciudadanos dedicados buscaban recuperar la larga tradición de coexistencia pacífica y de flujos migratorios eclécticos que han hecho de esta una nación donde judíos, árabes, serbios y croatas puede coexistir. (El más reciente ejemplo es un flujo constante de combatientes colombianos "desmovilizados" de ambos lados, que ahora integran una banda criminal como Chile no había visto en décadas).

Este mundo de tolerancia y diversidad fue el Chile que en un comienzo tanto amé. En 1995 me mudé en forma definitiva. Y vaya sí fue una sorpresa. Mi versión del Chile ficticio era demasiado buena para ser cierta y no me tomó mucho ver el otro lado: ¡La cleptomanía! Hombre, nos estaban robando todo. Desde mi billetera a la mochila de mi hija, hasta mi tacho de la basura (después que lo vaciaron, por supuesto). ¿En qué otro lugar del mundo venden mochilas de niño con una alarma que suena cada vez que las abren?

Y las puñaladas por la espalda. Nunca vi una sociedad tan incapaz de trabajar en grupo. Tal vez no hay suficientes equipos de deporte en las escuelas, le comentaba a cualquiera que se molestara en escuchar. Los chilenos con los que no me estaba juntando tenían un sentido innato de la traición, aún entre hermanos. Rápidamente, juré no tener jamás un socio chileno en los negocios. Mi tierra al sur de Puerto Montt, que yo había imaginado como un refugio de amor y de naturaleza, era en realidad un blanco para los ladrones de alerce; ingresaron tantas veces al terreno, que en el jardín de la estación de policía local se apilaban montones y montones del alerce que me habían robado.

Así es que ahora, llegando a agosto del 2011, tengo un claro entendimiento del Chile contemporáneo. Cuando llegué por primera vez al Campamento Esperanza hace un año, mis expectativas y sueños habían sido suavizados por 15 años en este, mi nuevo hogar.

Viviendo algunos días en el Campamento Esperanza volví a descubrir todo lo que tanto había amado de Chile, las escenas que me habían seducido. El guitarreo alrededor de una fogata colectiva. La mezcla de curiosidad y simpatía que hace a los chilenos tan abiertos a escuchar y conversar con extranjeros. El modesto orgullo de los chilenos que no se anuncia en voz alta, como hacen los argentinos, ni es para sacudirse como los brasileños, sino para degustarlo a sorbos lentos, como un vino noble.

La actitud en el Campamento Esperanza era tan altruista que tuve que reconfigurar mis acusaciones respecto de que esta no era una nación buena ni generosa. Todo el espíritu del Campamento Esperanza se basaba en la confianza mutua y en la convicción de que la mayoría de la gente se levanta en la mañana queriendo hacer lo correcto. Sabemos que Chile está entre los lugares más civilizados de la Tierra. Bajo crimen. Instituciones estables. Geografía espectacular. Vino de clase mundial. Democracia ciudadana creciente. Infraestructura fantástica y, en un mundo cada día más loco, muy pocas pistolas.

El Campamento Esperanza era todo esto, combinado en un único escenario donde el particular objetivo de rescatar a 33 hombres desconocidos sirvió para convertir en pasión nacional el poner lo mejor de Chile en un plato que pudiera ser saboreado por el resto del mundo. La bondad en el Campamento Esperanza fue un ejemplo de lo mejor de Chile. Solidaridad nacional. Amor de familia, aun cuando las líneas sanguíneas estuvieran complicadas por asuntos reconocidos y secretos. Mujeres fuertes. Un machismo flácido que no puede ocultar más que la nación ha sido y continúa siendo un matriarcado.

El verdadero significado del Campamento Esperanza no tenía que ver con los mineros. Fue un breve episodio para dejar en claro que cuando se esfuerza, Chile es capaz de todo.

Estaba tan conmovido por esta unión y por el trabajo en equipo que apodé el rescate de los mineros como "el anti S­11". Septiembre 11 de 2001 fue la muestra de lo peor del mundo. Tribalismo. Racismo. Estados Unidos, versus "ellos" y el "horror y sobrecogimiento" borrando una naciente conciencia global. Fue entonces cuando el periódico francés Le Monde publicó el famoso titular "Somos todos estadounidenses". No era un momento para celebrar. Era más bien una decla­ ración de derrota, la admisión de que era hora de enfrentar las tácticas más brutales con fuerza aún más bruta. La era del terrorismo y la tortura comenzaba y Guantánamo se convertía en símbolo de una nueva época oscura.

El Campamento Esperanza fue la contraparte. La historia de amor del mundo con los 33 mineros chilenos fue el anti S­11. El rescate de los 33, transmitido en vivo al resto del mundo desde el Campamento Esperanza, el 12 de octubre de 2010, fue un momento de alegría global. El rescate televisado exhibió la caridad de los chilenos, la hermandad y el concepto de una aldea global construida en torno al altruismo. La fijación de los medios del mundo con el Campamento Esperanza y el rescate de los 33 fue una anomalía para el flujo normal de noticias de guerra, masacres actualizadas y clima extremo.

¿Era esto un fuego de artificio o un breve atisbo de la reserva de buena voluntad que cualquier causa de fama mundial es capaz de convocar? Que el mundo abrazara la causa de los mineros chilenos tuvo tanto que ver con el estado del planeta, como con la suerte de los hombres atrapados. Cada año, miles de mineros se ven atrapados y mueren. Cientos son rescatados. La prensa mundial no carece de buenas historias a nivel mundial. Los héroes abundarían si los reporteros y editores se tomaran el tiempo de investigar. Luego de casi una década de lo que los analistas llaman "la era del terror", en agosto de 2010 el mundo parecía hambriento de esperanza. El coraje de los 33 hombres y del grupo de generosos y tenaces rescatistas unió al mundo. Al menos, por un momento, el mundo pudo decir con orgullo: "Todos somos chilenos".

No me sorprendió que el trabajo en equipo de los chilenos fuera visto como un milagro. Siempre supe que este potencial existía y sólo deseaba que la propia gente que lo poseía ­los 17 millones de chilenos­ se diera cuenta del diamante que tenía en sus manos. El cobre no es nada comparado con lo que los chilenos y Chile en realidad poseen (La Tercera).

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