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Perú

19 de Marzo de 2012.- En su entusiasta crónica sobre la gran feria de minería en Toronto en la que, con nostalgias del lejano oeste, Marco Zileri, de Caretas, describe a los hombres de mina como “una tropa insólita de optimistas impenitentes y adictos a la adrenalina”, recuerda las palabras pronunciadas por nuestro también entusiasta ministro de Energía, Jorge Merino, para referirse a la minería del futuro: “Hagamos una minería amigable, inclusiva, win win para todos”. Al parecer tanto entusiasmo contagia incluso a los periodistas que, un poco antes, estuvieron en la zona de las lagunas shilicas recogiendo información que mostraba más bien el desaliento, desánimo y decepción de los campesinos cajamarquinos con la extracción de metales preciosos. 

¿Quiénes ganan con esta fiebre del oro? Ganan quienes tienen la cantidad de dinero suficiente como para realizar las inversiones requeridas y extraer el metal. Es decir, los adrenalínicos optimistas, formales y de millonarias inversiones, australianos o canadienses o peruanos del Perú (perdonen la tristeza), o los informales e ilegales que, destruyendo todo a su paso y sin más corsés normativos que sus propias y “adrenalínicas” ganas de ganar, van deforestando por ejemplo las zonas como Huepetuhe en Madre de Dios. Ganan esos 80 mil mineros artesanales-informales-ilegales pero también ganan Doe Run, Yanacocha y San Ignacio de Morococha, esta última con altos índices de poca transparencia, para mencionar a las tres compañías más desprestigiadas. 

¿Y quiénes pierden? En primer lugar, pierden los muertos de los conflictos sociales a raíz de la extracción minera, los que cayeron en Puerto Maldonado tirándole piedras a la policía, y pierde también el suboficial de tercera Guido Quispe Ramos que cegó por una de esas piedras. Pierden aquellas jóvenes llevadas con engaños por tratantes de personas desde Puno o Sicuani a Huepetuhe o La Rinconada, prostituidas incluso solo por un plato de lentejas, y pierden los niños que son explotados por esos ganadores con sobrenombres como la Goya o Comeoro, obligados a jornadas interminables y desechados sin asco en caso de que caigan postrados por la fiebre. Pierden los niños de La Oroya, con índices vergonzosos de plomo en la sangre, y los intoxicados y muertos de Choropampa, ahora que nadie los recuerda. 

Con la minería, y hablemos claro, también perdemos todos aquellos que nos quedamos sin recursos renovables hacia el futuro largo de nuestro país. Un futuro que debe estar más lejano que los planes de CEPLAN, es decir, aquella posibilidad de continuar siendo una nación —o lo que se asemeja a una— los próximos trescientos años. Cuidado: sin asumir las responsabilidades totales y completas, sobre todo las sociales, la minería más bien se perfila como lose-lose para todos (La República).

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